viernes, 21 de junio de 2013

Antecedente sobre la democratizacion de espacios excluyentes

Por Fabián Curotto

Las Universidades eran por entonces un bastión del clero y de la oligarquía, los espacios de participación en ellas no existían. Pero algo cambió.

El 21 de junio de 1918 se publica en Córdoba el Manifiesto Liminar, con los reclamos de estudiantes universitarios que conducirían a la Reforma Universitaria.

A principios de esta semana la Presidenta de la Nación, Cristina Fernandez, se refirió en el aniversario número 400 de la Universidad Nacional de Córdoba a esta reforma, impulsada por jóvenes estudiantes, y que sería un punto de referencia insoslayable en cuanto a la instalación definitiva del debate sobre una universidad mas participativa en nuestro paiía, leasé mas democrática.

Deodoro Roca, por entonces de 28 años, fue quien redactó íntegramente dicho manifiesto. La voluntad política del entonces Presidente Hipólito Yrigoyen venía acompañando las demandas del estudiantado universitario de aquellos tiempos pues, ademas de considerarlas justas, era la posibilidad de horadar la plena influencia que tenian los conservadores sobre los destinos de las universidades.

El eje del documento es la denuncia de la "antigua y anacrónica estructura" de gobierno universitario que no había sido modificada desde los tiempos coloniales, que en palabras de su autor constituía la "última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica".

La reforma se alza contra una serie de antiguos privilegios, de la "cosa hecha a medida de unos pocos".
Su difusión e influencia se extendió rápidamente el resto de Latinoamérica constituyendo la base de todos los movimientos reformistas posteriores.

 Por estos tiempos quedan aún en Argentina "clubes exclusivos", en los cuales la participación popular es nula a pesar de ser justamente los sectores populares los mas afectados por las decisiones de esos pocos privilegiados, que en los hechos terminan estando por sobre las leyes, por sobre la regla general.

El Poder Judicial cuando  opera corporativamente lo hace sabiéndose una zona liberada, zona liberada en perjuicio de las mayorías (liberada de impuestos, liberada de rendición de cuentas, liberada del control general, entre otras cosas). Modificar esto era y es impostergable, pero las élites se aferran a sus privilegios como el Zar lo hacía a sus deleites palaciegos. Pero la época de los zares ha terminado, por mas que algunos oprimidos -por un extraño sindrome de arbitraria identificación- sigan admirando los mecanismos de opresión pensados contra ellos mismos.

En el artículo N°16 de nuestra Constitución Nacional leemos "Todos sus habitantes son iguales ante la ley"... y continúa "La igualdad es la base del impuesto y de las cargas públicas." 
Bueno, algunos que luego hablan de las bondades absolutas de nuestra Constitución (que es para muchos de nosotros anacrónica en algunos aspectos) olvidan -con voluntad sumisa y genuflexa- que los jueces no son detallados como excepciones en dicho artículo.

Corporaciones o Democracia, sigue siendo la discusión por estos dias.





Ahora sí, el contenido del Manifiesto Liminar:


La Juventud Argentina de Córdoba a los hombres libres de Sudamérica
21 de junio de 1918

Hombres de una República libre, acabamos de romper la última cadena que, en pleno siglo XX, nos ataba a la antigua dominación monárquica y monástica. Hemos resuelto llamar a todas las cosas por el nombre que tienen. Córdoba se redime. Desde hoy contamos para el país una vergüenza menos y una libertad más. Los dolores que quedan son las libertades que faltan. Creemos no equivocarnos, las resonancias del corazón nos lo advierten: estamos pisando sobre una revolución, estamos viviendo una hora americana.
La rebeldía estalla ahora en Córdoba y es violenta porque aquí los tiranos se habían ensoberbecido y era necesario borrar para siempre el recuerdo de los contrarrevolucionarios de Mayo. Las universidades han sido hasta aquí el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y —lo que es peor aún— el lugar donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara. Las universidades han llegado a ser así fiel reflejo de estas sociedades decadentes que se empeñan en ofrecer el triste espectáculo de una inmovilidad senil. Por eso es que la ciencia frente a estas casas mudas y cerradas, pasa silenciosa o entra mutilada y grotesca al servicio burocrático. Cuando en un rapto fugaz abre sus puertas a los altos espíritus es para arrepentirse luego y hacerles imposible la vida en su recinto. Por eso es que, dentro de semejante régimen, las fuerzas naturales llevan a mediocrizar la enseñanza, y el ensanchamiento vital de organismos universitarios no es el fruto del desarrollo orgánico, sino el aliento de la periodicidad revolucionaria.
Nuestro régimen universitario —aún el más reciente— es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino; el derecho divino del profesorado universitario. Se crea a sí mismo. En él nace y en él muere. Mantiene un alejamiento olímpico. La federación universitaria de Córdoba se alza para luchar contra este régimen y entiende que en ello le va la vida. Reclama un gobierno estrictamente democrático y sostiene que el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes. El concepto de autoridad que corresponde y acompaña a un director o a un maestro en un hogar de estudiantes universitarios no puede apoyarse en la fuerza de disciplinas extrañas a la sustancia misma de los estudios. La autoridad, en un hogar de estudiantes, no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando.
Si no existe una vinculación espiritual entre el que enseña y el que aprende, toda enseñanza es hostil y por consiguiente infecunda. Toda la educación es una larga obra de amor a los que aprenden. Fundar la garantía de una paz fecunda en el artículo conminatorio de un reglamento o de un estatuto es, en todo caso, amparar un régimen cuartelario, pero no una labor de ciencia. Mantener la actual relación de gobernantes a gobernados es agitar el fermento de futuros trastornos. Las almas de los jóvenes deben ser movidas por fuerzas espirituales. Los gastados resortes de la autoridad que emana de la fuerza no se avienen con lo que reclaman el sentimiento y el concepto moderno de las universidades. El chasquido del látigo sólo puede rubricar el silencio de los inconscientes o de los cobardes. La única actitud silenciosa, que cabe en un instituto de ciencia es la del que escucha una verdad o la del que experimenta para crearla o comprobarla.
Por eso queremos arrancar de raíz en el organismo universitario el arcaico y bárbaro concepto de autoridad que en estas casas de estudio es un baluarte de absurda tiranía y sólo sirve para proteger criminalmente la falsa dignidad y la falsa competencia. Ahora advertimos que la reciente reforma, sinceramente liberal, aportada a la Universidad de Córdoba por el doctor José Nicolás Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria; ha sancionado el predominio de una casta de profesores. Los intereses creados en torno de los mediocres han encontrado en ella un inesperado apoyo. Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de un orden que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien alto el derecho a la insurrección. Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de las juventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son —y dolorosas— de todo el continente. ¿Que en nuestro país una ley —se dice—, la ley de Avellaneda, se opone a nuestros anhelos? Pues a reformar la ley, que nuestra salud moral lo está exigiendo.
La reforma Matienzo no ha inaugurado una democracia universitaria; ha sancionado el predominio de una casta de profesores. Los intereses creados en torno de los mediocres han encontrado en ella inesperado apoyo. Se nos acusa ahora de insurrectos en nombre de un orden que no discutimos, pero que nada tiene que hacer con nosotros. Si ello es así, si en nombre del orden se nos quiere seguir burlando y embruteciendo, proclamamos bien el alto el derecho sagrado a la insurrección. Entonces la única puerta que nos queda abierta a la esperanza es el destino heroico de la juventud. El sacrificio es nuestro mejor estímulo; la redención espiritual de la juventudes americanas nuestra única recompensa, pues sabemos que nuestras verdades lo son –y dolorosas- de todo el continente. ¿Qué en nuestro país una ley –se dice-, la ley de Avellaneda, se opone a nuestros anhelos? Pues a reformar la ley, que nuestra salud moral lo está exigiendo.
La juventud vive siempre en trance de heroísmo. Es desinteresada, es pura. No ha tenido tiempo aún de contaminarse. No se equivoca nunca en la elección de sus propios maestros. Ante los jóvenes no se hace mérito adulando o comprando. Hay que dejar que ellos mismos elijan sus maestros y directores, seguros de que el acierto ha de coronar sus determinaciones. En adelante, sólo podrán ser maestros en la república universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de verdad, de belleza y de bien.
La juventud universitaria de Córdoba cree que ha llegado la hora de plantear este grave problema a la consideración del país y de sus hombres representativos.
Los sucesos acaecidos recientemente en la Universidad de Córdoba, con motivo de la elección rectoral, aclaran singularmente nuestra razón en la manera de apreciar el conflicto universitario. La federación universitaria de Córdoba cree que debe hacer conocer al país y a América las circunstancias de orden moral y jurídico que invalidan el acto electoral verificado el 15 de junio. Al confesar los ideales y principios que mueven a la juventud en esta hora única de su vida, quiere referir los aspectos locales del conflicto y levantar bien alta la llama que está quemando el viejo reducto de la opresión clerical. En la Universidad Nacional de Córdoba y en esta ciudad no se han presenciado desórdenes; se ha contemplado y se contempla el nacimiento de una verdadera revolución que ha de agrupar bien pronto bajo su bandera a todos los hombres libres del continente. Referiremos los sucesos para que se vea cuánta razón nos asistía y cuánta vergüenza nos sacó a la cara la cobardía y la perfidia de los reaccionarios. Los actos de violencia, de los cuales nos responsabilizamos íntegramente, se cumplían como en el ejercicio de puras ideas. Volteamos lo que representaba un alzamiento anacrónico y lo hicimos para poder levantar siquiera el corazón sobre esas ruinas. Aquellos representan también la medida de nuestra indignación en presencia de la miseria moral, de la simulación y del engaño artero que pretendía filtrarse con las apariencias de la legalidad. El sentido moral estaba obscurecido en las clases dirigentes por un fariseísmo tradicional y por una pavorosa indigencia de ideales.
El espectáculo que ofrecía la asamblea universitaria era repugnante. Grupos de amorales deseosos de captarse la buena voluntad del futuro rector exploraban los contornos en el primer escrutinio, para inclinarse luego al bando que parecía asegurar el triunfo, sin recordar la adhesión públicamente empeñada, el compromiso de honor contraído por los intereses de la universidad. Otros —los más— en nombre del sentimiento religioso y bajo la advocación de la Compañía de Jesús, exhortaban a la traición y al pronunciamiento subalterno. (¡Curiosa religión que enseña a menospreciar el honor y deprimir la personalidad! ¡Religión para vencidos o para esclavos!). Se había obtenido una reforma liberal mediante el sacrificio heroico de una juventud. Se creía haber conquistado una garantía y de la garantía se apoderaban los únicos enemigos de la reforma. En la sombra los jesuitas habían preparado el triunfo de una profunda inmoralidad. Consentirla habría comportado otra traición. A la burla respondimos con la revolución. La mayoría representaba la suma de la represión, de la ignorancia y del vicio. Entonces dimos la única lección que cumplía y, espantamos para siempre la amenaza del dominio clerical.
La sanción moral es nuestra. El derecho también. Aquellos pudieron obtener la sanción jurídica, empotrarse en la ley. No se lo permitimos. Antes de que la iniquidad fuera un acto jurídico, irrevocable y completo, nos apoderamos del salón de actos y arrojamos a la canalla, sólo entonces amedrentada, a la vera de los claustros. Que esto es cierto, lo patentiza el hecho de haber, a continuación, sesionado en el propio salón de actos la federación universitaria y de haber firmado mil estudiantes sobre el mismo pupitre rectoral, la declaración de huelga indefinida.
En efecto, los estatutos reformados disponen que la elección de rector terminará en una sola sesión, proclamándose inmediatamente el resultado, previa lectura de cada una de las boletas y aprobación del acta respectiva. Afirmamos, sin temor de ser rectificados, que las boletas no fueron leídas, que el acta no fue aprobada, que el rector no fue proclamado, y que, por consiguiente, para la ley, aún no existe rector de esta universidad.
La juventud universitaria de Córdoba afirma que jamás hizo cuestión de nombres ni de empleos. Se levantó contra un régimen administrativo, contra un método docente, contra un concepto de autoridad. Las funciones públicas se ejercitaban en beneficio de determinadas camarillas. No se reformaban ni planes ni reglamentos por temor de que alguien en los cambios pudiera perder su empleo. La consigna de «hoy para ti, mañana para mí», corría de boca en boca y asumía la preeminencia de estatuto universitario. Los métodos docentes estaban viciados de un estrecho dogmatismo, contribuyendo a mantener a la universidad apartada de la ciencia y de las disciplinas modernas. Las elecciones, encerradas en la repetición interminable de viejos textos, amparaban el espíritu de rutina y de sumisión. Los cuerpos universitarios, celosos guardianes de los dogmas, trataban de mantener en clausura a la juventud, creyendo que la conspiración del silencio puede ser ejercitada en contra de la ciencia. Fue entonces cuando la oscura universidad mediterránea cerró sus puertas a Ferri, a Ferrero, a Palacios y a otros, ante el temor de que fuera perturbada su plácida ignorancia. Hicimos entonces una santa revolución y el régimen cayó a nuestros golpes.
Creímos honradamente que nuestro esfuerzo había creado algo nuevo, que por lo menos la elevación de nuestros ideales merecía algún respeto. Asombrados, contemplamos entonces cómo se coaligaban para arrebatar nuestra conquista los más crudos reaccionarios.
No podemos dejar librada nuestra suerte a la tiranía de una secta religiosa, ni al juego de intereses egoístas. A ellos se nos quiere sacrificar. El que se titula rector de la Universidad de San Carlos ha dicho su primera palabra: «Prefiero antes de renunciar que quede el tendal de cadáveres de los estudiantes». Palabras llenas de piedad y de amor, de respeto reverencioso a la disciplina; palabras dignas del jefe de una casa de altos estudios. No invoca ideales ni propósitos de acción cultural. Se siente custodiado por la fuerza y se alza soberbio y amenazador. ¡Armoniosa lección que acaba de dar a la juventud el primer ciudadano de una democracia universitaria! Recojamos la lección, compañeros de toda América; acaso tenga el sentido de un presagio glorioso, la virtud de un llamamiento a la lucha suprema por la libertad; ella nos muestra el verdadero carácter de la autoridad universitaria, tiránica y obcecada, que ve en cada petición un agravio y en cada pensamiento una semilla de rebelión.
La juventud ya no pide. Exige que se le reconozca el derecho a exteriorizar ese pensamiento propio en los cuerpos universitarios por medio de sus representantes. Está cansada de soportar a los tiranos. Si ha sido capaz de realizar una revolución en las conciencias, no puede desconocérsele la capacidad de intervenir en el gobierno de su propia casa.
La juventud universitaria de Córdoba, por intermedio de su federación, saluda a los compañeros de América toda y les incita a colaborar en la obra de libertad que inicia.

Y firmaban: 
Enrique F. Barros, Horacio Valdés, Ismael C. Bordabehere, presidentes - Gumersindo Sayago - Alfredo Castellanos - Luis M. Méndez - Jorge L. Bazante - Ceferino Garzón Maceda - Julio Molina - Carlos Suárez Pinto - Emilio R. Biagosh - Ángel J. Nigro - Natalio J. Saibene - Antonio Medina Allende - Ernesto Garzón.



martes, 11 de junio de 2013

1787 - Nace Manuel Dorrego

Un dia como hoy nacía Manuel Dorrego, para no morir ! 
Un héroe popular que tambien cayó bajo las balas de la oligarquía... despues nos vienen a vender desde una hegemonía mediatica funcional al coloniaje que es ahora cuando se propician divisiones... HIPÓCRITAS !! El sueño de una Patria Liberada siempre necesitó de compromisos y definiciones firmes, y siempre contó con traidores. Nada nuevo bajo el sol, pero el sol sigue asomando.


 
A continuacion comparto un texto de Hernán Brienza, autor del libro "El Loco Dorrego"

Le decían "el loco", por sus irreverencias militares que enfurecían a San Martín y Belgrano. Pero desde el gobierno intentó aplicar un muy cuerdo plan de desarrollo productivo y organización nacional. Tocó intereses que explican el tamaño y la saña final de sus enemigos.

Manuel Dorrego, nacido el 11 de junio de 1787 y fusilado 41 años después por Juan Galo de Lavalle, fue revolucionario en Santiago de Chile, soldado y eficaz coronel del Ejército del Norte, exiliado político, periodista –fundador del diario El Tribuno–, legislador nacional y gobernador de la provincia de Buenos Aires. Vehemente, díscolo, insubordinado, apasionado, pagó con su muerte los aciertos de su vida política: haberse mantenido fiel al pensamiento republicano y democrático y, sobre todo, haber sido el primer líder popular de la Argentina. Sin embargo, en comparación con su grandeza, es el gran olvidado de la historia nacional.

"Jacobino y liberalísimo", como lo definió José Ingenieros en su libro La evolución de las ideas argentinas, es heredero de la línea fundada por Mariano Moreno y profundizada por Bernardo de Monteagudo tras las jornadas de Mayo de 1810. Es, también, un caso singular: republicano y federal, ilustrado y popular, porteño y bolivariano, liberal pero nacionalista, Dorrego.

El "loco"

Manuel Críspulo Bernabé –tal era su nombre completo– fue el quinto y ultimo hijo de una próspera y comercial familia de portugueses, lo que significaba en la Buenos Aires colonial poco menos que un enemigo de la corona española. Dorrego estudiaba Derecho en Santiago de C hile cuando lo sorprendió la Revolución de Mayo, por eso no participó del proceso en su ciudad natal, pero sí tuvo una destacada participación en el alzamiento trasandino de junio.

Fue el primer patriota que cruzó la Cordillera de los Andes a cargo de un ejército. Lo hizo en 1811, seis años antes que José de San Martín, sólo que en sentido inverso, desde Chile a la Argentina, con tres contingentes de 300 hombres por vez.


 Durante los años siguientes, Dorrego fue coronel del ejército del Alto Perú, bajo las órdenes de Manuel Belgrano, y con su valiente accionar al mando de los Cazadores –la tropa de elite– se obtuvieron las victorias de Tucumán y Salta, definitivas para consolidar el poder de la Primera Junta. Enseguida, fue sancionado por alentar a que dos soldados se batieran a duelo. Quedó confinado en Jujuy, mientras ocurrían los desastres de Vilcapugio y Ayohuma, derrotas que –según Belgrano– no se habrían producido si Dorrego hubiera estado al mando de los Cazadores. Cuando San Martín se presentó ante Belgrano para reemplazarlo se produjo uno de los hechos más insólitos de la historia militar argentina. En una ronda de unificación de voces de mando, Dorrego se burló de la voz finita de Belgrano y fue separado definitivamente de ese ejército. Ya se lo conocía entre la tropa como "El loco Dorrego".

Hasta 1816, por recomendación de San Martín que encontraba así un punto de equilibrio salvaguardando la autoridad de Belgrano sin prescindir de Dorrego en la lucha por la independencia, participó de las batallas en la Mesopotamia contra las fuerzas artiguistas. Pero cuando averigua que el director supremo Juan Martín de Pueyrredón había negociado con el Imperio del Brasil la entrega de la Banda Oriental para sacarse de encima a Artigas y al mismo tiempo trasladar recursos de esa guerra al cruce de los Andes, Dorrego prepara la defensa uruguaya. Pueyrredón ordenó apresarlo y desterrarlo a Baltimore, Estados Unidos. En pleno viaje, el barco es asaltado por piratas y a punto estuvo de ser fusilado cuando la nave fue detenida en Jamaica. Pudo explicar a tiempo que era doble prisionero: del poder de Buenos Aires y de los bucaneros.

En Norteamérica, se enamora de las ideas federales y cuando regresa a Buenos Aires, en 1820, ya no es un jovencito díscolo: es todo un hombre político.

El cuerdo

En esta segunda etapa de su vida, Dorrego enfrentó desde la prensa y la Legislatura a los unitarios cuyo hombre fuerte era Bernardino Rivadavia. Desde su banca abogó por el voto popular, libre y sin coacciones y la extensión del sufragio a todos los sectores de la sociedad, incluso para los humildes que tenían vedado el acceso a los derechos políticos, por ejemplo, los jornaleros o los empleados domésticos.

Quizás el discurso más interesante que dio fue el del 29 de septiembre de 1826. Ese día delineó su proyecto de un país federal sostenido en economías regionales viables con mayor racionalidad que el centralismo unitario basado en la especulación financiera y aduanera. Dorrego buscar germinar la idea de una gran federación republicana que incluyera no sólo a la Banda Oriental sino también a los estados del sur de Brasil –los actuales departamentos de Río Grande, San Pablo y Porto Alegre–, al Paraguay y al territorio de Bolivia, independizado en 1826 gracias a la desidia de los rivadavianos. Y completa el trípode doctrinario abogando por un republicanismo no elitista, basado en la legitimidad popular: "No sé que se pueda presentar el ejemplo de un país, que constituido bien bajo el sistema federal, haya pasado jamás a la arbitrariedad y al despotismo; más bien me parece que el paso naturalmente inmediato es del sistema de unidades al absolutismo…".

Caído Rivadavia en 1826, tras la deshonrosa paz firmada con el Brasil, y disuelto ya el fraudulento proceso de constitucionalización de la República, Dorrego asumió el gobierno de la provincia de Buenos Aires.

Hay que descifrar las claves de su gestión para entender el tamaño y la saña final de sus enemigos. Acusó de "aristocracia mercantilista" a las autoridades del Banco Nacional, que entonces era el centro del poder económico. Los créditos de esa banca, dominada por intereses británicos, habían engendrado la monstruosa deuda externa de 13.100.795 pesos, que sólo era de un millón al comienzo del gobierno de Rivadavia. Muy poca de esa plata podía verse en obras y mucha en renegociación de deuda y comisiones de intermediarios.

Dorrego apuntó a un empréstito interno, con la plata de los sectores productivos –no especulativos– y a una tasa reducida que limitara la usura. Envió a la Legislatura en 1828 –año de su fusilamiento– un proyecto para transformar el Banco Nacional en Banco de la Provincia de Buenos Aires, con capitales de comerciantes y hacendados locales, que pusiera esa entidad al servicio de un proyecto nacional. Sancionó la ley de curso forzoso con inconvertibilidad de la moneda en metálico para detener la estruendosa fuga de capitales –episodio final de todas las experiencias de economía liberal en estos 200 años patrios–, en este caso de plata que se escurría en buques de bandera inglesa.

Pero Dorrego tuvo que gobernar con una bomba de tiempo que le había dejado el gobierno rivadaviano: una fabulosa inflación ocasionada por la devaluación del peso respecto de la libra por la sobreemisión de billetes realizadas por el Banco Nacional que a su vez lo ahogaba restringiéndole créditos.

El representante de la corona británica, Lord Ponsonby, advirtió que las potencias europeas podían invadir la Provincias Unidas. Tras un año y medio de gestión, Dorrego también estaba políticamente débil. Traicionado por sus embajadores, y obligado a firmar la paz con el Brasil, la suerte estaba echada. Cuando las experimentadas tropas del ejército regular volvieron de la Banda Oriental, el golpe de Estado se olía en el aire. La noche del 30 de noviembre, en una tenida masónica, los unitarios decidieron derrocar al gobierno legal y legítimo y fusilar a Dorrego. El encargado de llevar adelante el plan era Lavalle. 


A la mañana siguiente, las tropas realizaban el primer golpe de Estado de la historia argentina. Dorrego pidió ayuda militar a Juan Manuel de Rosas, jefe de las fuerzas de la campaña. Y combatió el 9 de diciembre en los campos de Navarro. Quince minutos le bastaron a los experimentados coraceros de Lavalle para poner en fuga al improvisado ejército de gauchos e indios que habían podido reunir los federales. Días después, Dorrego fue apresado y conducido hasta la estancia de Navarro donde lo esperaba Lavalle. 

Era el mediodía del 13 de diciembre de 1828. Lavalle ya había firmado la sentencia de muerte, a instancia de Salvador María del Carril y los hermanos Varela. Dorrego tenía apenas un par de horas para despedirse de su mujer, Ángela Baudrix, y sus hijas. Minutos después de la 14 fue llevado al patíbulo. Una escena conmovedora se produjo en ese lugar: Gregorio Aráoz de Lamadrid y Dorrego –enemigos políticos pero compadres– intercambiaron chaquetas militares. Dorrego murió con la casaca unitaria y Lamadrid cargaba la camisa federal. 

Su asesinato cambió los códigos de la política criolla del siglo XIX. Después de esa descarga de fusilería ya nada volvería a ser igual: comenzaba la larga guerra civil que ensangrentó durante cuarenta años la historia argentina.